Cada vez con más frecuencia alguien me dice que quiere dejar la ciudad y mudarse a un entorno más tranquilo. Yo mismo me he descubierto varias veces diciéndolo y otras tantas intentándolo.
La última explicación que me dieron a este fenómeno no es la que más me convence, pero tiene su interés. Del mismo modo que personas oriundas de países con un alto nivel de vida deciden pasar sus últimos años en España buscando vivir con más holgura que en sus países de origen, nosotros vemos en el campo la oportunidad de tener más calidad de vida, pudiendo hacer muchas más cosas con menos dinero, de lo que resultaría una vida más sosegada, más humana.
En cualquier caso, hay múltiples razones, según me van diciendo, que empujan a la gente a querer vivir en núcleos más pequeños. El motivo más común en mi entorno es el de poder educar a los hijos alejados de las grandes ciudades, en un entorno natural, en el que todavía la modernidad no ha devastado totalmente la vida social.
Otros simplemente quieren estar en contacto con la naturaleza, porque se ha perdido hasta tal punto el vínculo con el origen de lo que vestimos, lo que comemos y lo que usamos, que en ellos crece la nostalgia de volver a los orígenes.
Tampoco eso de vivir en colmenas levantadas a tantos metros del suelo es una solución muy humana que digamos. Creo no equivocarme si digo que a la inmensa mayoría nos gusta pisar tierra firme.
No obstante, mi teoría es que todos estos motivos esconden uno todavía más importante que habita en el subconsciente de las personas y que, de tan oculto, la mayoría de las veces no llega a verbalizarse: en el campo las personas no se tratan como desconocidos.
Uno saluda a la gente que se cruza por la calle, tenga trato con ella o no. Conoce el nombre del carnicero y el problema que ha tenido su hijo en la gran ciudad. Sabe cuál es la comida favorita de Juan, vecino suyo, aunque nunca hayan compartido mesa y mantel. Sufre con la enfermedad de María, la hija de Mercedes, y así con todos.
En los núcleos pequeños se conoce la historia de las personas con quienes se convive, cómo eran sus padres, si eran amigos o si vivieron alguna aventura en su juventud. Aun cuando faltan, es difícil borrar el recuerdo de los mayores. Es como si todavía anduvieran por la calle escondidos en el cuerpo de sus hijos.
Esa es, a mi entender, la razón de peso para querer huir del «mundanal ruido», en feliz y lograda expresión de Fray Luis de León. Anhelamos un trato que se ajuste más a nuestra naturaleza. Nos encantaría que nos trataran como conocidos, que el vecino no sólo nos reconociera, sino que nos conociera, y que la dependienta de la tienda de comestibles nos llamara por nuestro nombre y se acordara de nuestras preferencias. Tenemos nostalgia (¡bendita nostalgia!) de cuando la gente se trataba con cariño en la plaza. Y digo nostalgia porque, aunque no en nuestras propias carnes, lo hemos vivido cuando hemos crecido contemplando y admirando a nuestros abuelos.
Con qué cordialidad trataban a los tenderos, con qué respeto a los desconocidos, con qué cariño a los vecinos. Y con qué amor les devolvían el trato tenderos, desconocidos y vecinos.
Y para eso, no hace falta dejar la ciudad. Si bien es cierto que lejos de ella todo ayuda a que el trato sea más cordial, es justo decir que podemos y debemos empezar a ponerlo en práctica en la ciudad. No vaya a ser que decidamos irnos de golpe todos al campo y lo acabemos convirtiendo en un lugar frío, inhóspito, lleno de desconocidos y sin ningún trato con el prójimo. Eso ya lo tenemos en la ciudad.
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