El fin del año tiene mucho de despedida de una etapa de la vida y, por lo tanto, un sentimiento de gratitud que compensa los inevitables dejos de tristeza. No nos despedimos para morir, sino para seguir viviendo sintiéndonos felices porque convivimos con las personas a las que queremos y porque desocupamos los espacios de objetos caducados y los tiempos de tareas inútiles. Los finales, efectivamente, tienen mucho de liberación porque la vida tiene etapas y porque debemos obedecer a las indicaciones de la biología.
Me gustaría poseer habilidad para transmitiros a los amigos más jóvenes los deseos y la voluntad de vivir lo más plenamente posible y de seguir creciendo; desearía tener la destreza para persuadiros de que todos podemos seguir mejorando, y la convicción de que la humanidad en su conjunto puede seguir renovándose.
Éstas son las razones que me mueven a defender la costumbre de entrecruzarnos felicitaciones durante estas fechas tan cargadas de historia y tan llenas de simbolismos esperanzados. Estoy convencido de que, por muy estereotipadas que sean las frases que usemos, si salen desde lo profundo de nuestro corazón, además de infundirnos ánimo, estrechan los lazos que nos unen y nos transmiten unas saludables energías para seguir caminando.
Por eso, en este fin de año, en vez de dejarnos arrastrar por el temor o por la tristeza ante lo desconocido, podríamos animarnos mutuamente para palpar con detenimiento cada uno de los instantes que nos quedan por vivir. Yo les deseo -queridas amigas y queridos amigos- felicidad y felicidades.
Les pido, al menos, una palabra amable, un abrazo cordial y un beso cariñoso. A todos vosotros -queridas amigas y queridos amigos- a los que siempre recuerdo y a los que, sabiéndolo o sin saberlo, hacen grata y fecunda mi vida, les deseo felicidad y felicidades. Vosotros son mis mejores regalos.
José Antonio Hernández Guerrero
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